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Por culpa de la demanda acuciante de grandes escritores todos los recién llegados parecen salidos de una cámara de forzadura: se dopan, se labran, se fustigan; quieren estar a la altura de lo que se espera de ellos, a la altura de su época. Y el crítico, por su parte, no cede; cueste lo que cueste, descubrirá, ése es su cometido -ésta época no es como las demás-, necesita algo que soltar en el ruedo a toque de trompeta: a un filósofo tahitiano, los graffiti de un presidiario -un Rimbaud redivivo-; diríase a veces que oímos, en medio de este festejo virtual y colorista en que se ha convertido nuestra "vida literaria", un clarín alarmado que toca siempre, por temor a saltarse algo: la salida del toro y la del caballo del picador. En consecuencia, vemos efectivamente muy a menudo cómo la "salida" de un escritor nuevo nos brinda el penoso espectáculo de un jamelgo desmedrado que intenta sombríamente enderezar la grupa entre teatrales detonaciones de fustas circenses; todo inútil, basta con una vuelta a la pista, huele la cuadra como el que más y se vuelve corriendo al pesebre; ya sólo vale para radio-repetirse, o de relleno para un jurado literario en donde le tocará a él, el año que viene, incubar otro pupilo "de esa cuadra", un potro de patas flojas y dientes largos.
Foto:
blogs.ujaen.es
Texto:
Julien Gracq
La literatura como bluff
La literatura como bluff
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