Había un orificio en nuestra casa y, al acercar la oreja, salían voces y música de él. Era el transistor. Tenía su sitio en la cocina y estaba cubierto de grasa, la antena se mantenía en su lugar gracias a unas tiras de celo y mi madre se pasaba el día escuchándolo mientras papá estaba en la oficina. Era su única compañía a parte de mí y solía fregar los platos al ritmo de las canciones de Ustedes llaman, nosotros ponemos la música; y cocinar mientras escuchaba El cuarto de hora de Karlsen, un programa satírico diario; y pasar la aspiradora al ritmo del concierto del mediodía, con un purito en la boca y vodka en el vaso. Sonaban temas de Beethoven, Brahms y Chaikovski al son de las notas de una aspiradora Nilfisk que atravesaba la música con un zumbido rítmico, con largos pases en el vestíbulo y cortos y enérgicos golpes en el comedor, donde la alfombra necesitaba un repaso más a fondo. Cuando todo volvía a estar limpio y en silencio, mi madre me enviaba al garaje con la bolsa de la aspiradora, y toda la música y las toses y las voces y los aplausos acababan en el cubo de la basura. Levantaba la tapa y echaba un vistazo al interior del cubo; un par de compases de la Pastoral escapaban envueltos en olor a moho y a manzanas fermentadas. Entonces cerraba la tapa de golpe y ya no quedaba ni una sola nota; a mi padre no le gustaba la música.
Foto:
Juantxu Rodriguez
Juantxu Rodriguez
Texto:
Knud Romer
Quien parpadea teme a la muerte
Knud Romer
Quien parpadea teme a la muerte
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