Antes de florecer, el cáliz verde de la amapola es duro como la cáscara de
una almendra. Un día esta cáscara se abre. Tres trozos verdes caen al suelo. No
es un hacha lo que la abre, simplemente una bola retorcida de pétalos finos
como membranas y arrugados como trapos.
A medida que se van desarrugando, el color de los trapos cambia del rosa
neonatal al escarlata más chillón que se puede encontrar en los campos. Es como
si la fuerza que abre el cáliz fuera la necesidad de este rojo de hacerse
visible y ser visto.
Foto 1:
Rene Mensen
Fotos 2 y 3:
Antonio Mérida
Texto:
John Berger
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