martes, 29 de diciembre de 2015

Noches sin dormir








Han pasado 11 años desde que en julio de 2004 llegué a Nueva York para vivir. Vivir es pagar un alquiler ridículamente caro por un espacio minúscu­lo, hacer un contrato de la luz, pagar la comunidad, contratar canales de televisión e Internet; comprender la apabullante oferta de los supermercados; desconectar la alarma antiincendios para freír un huevo; acostumbrarse a mirar el canal del tiempo antes de salir de casa; no esperar que los vecinos te saluden en el ascensor. (...) No pensar en que estás sola la mayor parte del día, es un estéril pensamiento español que en esta ciudad no viene a cuento; no pensar salvo en el presente, no engolfarse en la nostalgia; dedicar el tiempo a mirar sin juzgar o a obviar lo que se ve y resulta incómodo. (...) 

















Evitar el contacto visual, no mirar a los locos, arreglárselas para no ver al mendigo que entra y que está meando a tu lado; cambiarte de vagón sin protestar si una situación te supera, no tocar a un bebé que te tiende la mano, no observar a una niña que te hace gracia; aprender a disfrutar comiendo en soledad fuera de casa; familiarizarse con la idea de que la persona que también come sola a tu lado quiera charlar contigo; aprender a tomar una copa en soledad en una barra; comprender que la soledad no es sinónimo de fracaso, que es un derecho, igual que lo es ese espacio vital que rodea a cada individuo y que más te vale no vulnerar; mantener las distancias físicas, siempre. (...) Aquí se es ahorrativo, frugal, austero; no criticar a nadie porque gana mucho dinero, nadie lo entenderá; no extrañarse si alguien pregunta de manera directa cuánto ganas; entender que aquí no está mal visto que te paguen bien (...) Ser consciente de que este mundo no se comprende si no se hojea a diario The New York Times; conocer las distintas épocas y capas de la emigración, los flujos italianos, judíos, irlandeses; saber que el único español que cuenta en Nueva York es el de los latinos. (...)

















Podría seguir añadiendo los mil matices que sobre la supervivencia urbana he ido aprendiendo en estos 11 años en Nueva York. ¿Por qué entonces digo adiós a esta ciudad que tanto tiempo me costó aceptar y entender y cuya realidad ahora se me presenta más comprensible? Tal vez sea que la experiencia neoyorquina tiene un límite, y una ha de ser consciente de que a pesar del indudable amor que siente por la ciudad que aumentó tu resistencia y tu tolerancia, y que aun reconociendo la fascinación que siempre provoca, ese final llega cuando merman las energías necesarias para salir a la selva a diario. A no ser que estés dispuesta a esperar el día en que te sientas débil o vulnerable caminando por esas aceras que fueron dispuestas para ser recorridas a grandes zancadas. Pero ese es un papel que les corresponde a los verdaderos neoyorquinos. Yo que lo he sido, un poco, quiero volver a pasear por ella como una turista. Puede que disfrutando únicamente de su imponente belleza, repita lo mismo que tantas veces escuché algo irritada, “yo podría vivir en esta ciudad”.











Fotos y texto:
Elvira Lindo




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