sábado, 10 de octubre de 2009

La hija del optimista






Una enfermera les mantuvo la puerta abierta. Entró primero el juez Mckelva, luego su hija Laurel y después su esposa Fay, y se adentraron todos en aquella habitación sin ventanas en la que el doctor iba a llevar a cabo el reconocimiento. El juez Mckelva era un hombre alto y robusto, de setenta y un años, que habitualmente llevaba las gafas colgadas al cuello con un cordel. Ahora las tenía en la mano, y se sentó en una silla elevada y con apariencia de trono, junto a la silla giratoria del médico, flanqueado a un lado por Laurel y al otro por Fay. Laurel Mckelva Hand era una mujer enjuta, de rostro hierático, a medio camino entre los cuarenta y los cincuenta, con el pelo aún oscuro. Vestía ropa de buen corte y tejido, aunque el traje era demasiado abrigado para Nueva Orleans y tenía una arruga en el bajo de la falda. Parecía que sus oscuros ojos azules se habían pasado la noche en blanco. Fay pequeña y pálida, embutida en su vestido con botones dorados, repiqueteaba nerviosamente con el tacón de la sandalia en el suelo. Era la mañana de un lunes de principios de marzo. Y Nueva Orleans era una ciudad extraña para todos ellos.




Foto:
Walker Evans



Texto:
Eudora Welty
La hija del optimista




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