Sentía que ardía como una antorcha y que el sudor se deslizaba por su piel; sabia que ese rubor otorgaba a su frase una importancia desmesurada; él debía de creer que con aquellas palabras (¡por otro lado tan anodinas!) ella se había traicionado, que ella le había dejado entrever secretas inclinaciones de las que, ahora, se avergonzaba; es un malentendido, pero no se lo puede explicar, porque es víctima desde hace algún tiempo de esos repentinos acaloramientos; siempre se ha negado a llamarlos por su verdadero nombre, pero, esta vez, ya no duda de lo que significan y, por la misma razón, no quiere, no puede hablar de ellos. La ola de calor se alargó y se explayó, para colmo de sadismo, a la vista de Jean-Marc; no sabía que hacer para esconderse, para taparse, para desviar la mirada indagadora. Extremadamente turbada, repitió la misma frase con la esperanza de que rectificaría ahora lo que le había salido mal la primera vez y que conseguiría pronunciarla con despreocupación, como algo gracioso, como una parodia: “Sí, los hombres ya no se vuelven para mirarme”. Pero fue en vano, la frase sonaba aún más melancólica que antes. En los ojos de Jean-Marc se enciende una luz que ella conoce bien y que es como una linterna de salvación: “¿Y yo? ¿Cómo puedes pensar en los que ya no se vuelven para mirarte cuando yo voy a todas horas corriendo tras de ti y adonde quiera que estés?”.
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Juan Manuel Castro Prieto
Juan Manuel Castro Prieto
Milan Kundera
La identidad
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