El fotógrafo reivindica la dignidad y las ventajas del artista creador. Pretende que sus obras sean suyas, firmadas, respetadas y remuneradas. Todos están de acuerdo con este principio, pero en la práctica todo sucede al revés, especialmente en la prensa y en el mundo de la edición. El fotógrafo, contínuamente expoliado y humillado, no tiene derecho a la décima parte de la consideración que se le concede con toda naturalidad al dibujante o al escritor. ¿Por qué? En parte por su culpa, o más exactamente en virtud de una fatalidad propia de la fotografía. Porque de la misma manera que se quiere creador, el fotógrafo afirma de modo implícito que las cosas eran tal como las sacó, y que por tanto él no es más que un testigo, de una objetividad tan absoluta que él mismo, el fotógrafo, llega, a fuerza de ser transparente, a dejar de existir. Eso es lo que nos dice cualquier fotografía, y los usuarios de la prensa y del mundo de la edición no desean sino tomarlo al pie de la letra. Se necesita una atención particular o un trato de muchos años con el arte fotográfico para perforar esta afirmación patente sobre la fotografía -no soy más que un acta- y desenmascarar la personalidad latente del fotógrafo como deus ex machina.
Texto:
Michel Tournier
Michel Tournier
El crepúsculo de las máscaras
Foto:
Milon Novotny
Milon Novotny
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