La primera vez que, en el año 2009, entré en la
casa-patera de Salitre me impresionó el día a día de los hombres viviendo en un
espacio tan pequeño y me fascinó la veracidad que trasmitían las fotografías
que guardaban. Me di cuenta de la importancia de estas para ellos y de cómo las
usaban para certificar que estaban bien, olvidar algo o recordar a
los que quedaban lejos. Empecé a visitar a menudo la casa: un bajo de unos
cincuenta metros cuadrados con dos habitaciones, un salón, un baño, una cocina
y un pequeño patio interior, el único lugar con luz natural y cobertura de
móvil. No había muebles ni armarios; sólo camas, colchones, mantas, maletas y
bolsas. Vivían doce personas y pagaban 850 euros al mes. Casi todos habían
venido a España en el verano de 2006, en la primera oleada de cayucos que llegó
a las Islas Canarias. Procedían de familias tradicionalmente dedicadas a la
pesca, bastantes tenían mujer e hijos. Me dijeron que eran musulmanes mouride y
que ninguno tenía papeles. Unos pocos hablaban español, pero a la mayoría les
costaba seguir una conversación sencilla.
El deterioro de la casa-patera fue paulatino. El espacio
físico fue reduciéndose a medida que la vivienda iba llenándose de personas y
cosas. La situación de los habitantes fue empeorando, el beneficio por la venta
ambulante cayó. Salían de casa lo imprescindible. La posibilidad de encontrar
un trabajo, se convirtió en remota. La presencia policial en el barrio era muy
intensa. Después fue relajándose la situación en la calle. La presión familiar
nunca ha remitido y ha mantenido constante la demanda de dinero. Los habitantes
fueron acumulando deudas, juicios y detenciones. El tiempo pasaba y todos ellos
llevaban en Europa los años suficientes como para, solicitar el arraigo y conseguir
permiso de residencia con una oferta de trabajo y un certificado penal. Los que
conseguían papeles lo hacían casándose con mujeres españolas o dándose de alta
como empleados de hogar, aunque sus ingresos procedían de pequeños trabajos y
de la venta ambulante.
Llegó una carta en la que se notificaba que la vivienda
iba a ser subastada por impago; el propietario, un hombre de Pakistán, no
estaba pagando la hipoteca al banco pese a que les cobraba el alquiler todos
los meses. El desahucio tuvo lugar el 16 de abril de 2012. La casa volvió a
ocuparse unas semanas después de que viniera la policía a poner un candado en
la puerta. Hace unos meses Momar encontró otra vivienda mejor y consiguió que
Djibril, Daouda, Lamine y algunos otros se fueran con él. El nuevo piso es
un primero, tiene tres habitaciones y viven diez personas. Alioune viene todas
las tardes a verlos. Dicen que quieren cuidar la casa. Algunos han conseguido
papeles. Varios han ido a Senegal, han visto a sus familias y han vuelto. Casi
todos están mejor.
Fotos y texto:
Juan Valbuena
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