Sin ocio en sus extremos, el paisaje
enlaza -permanente el equilibrio
vegetal de su centro- a la estación
y al día. El que lo cruza, al admirarlo
-externo a él-, se precipita y sale;
anuda su valencia irresistible
al lugar de la vista y, suspendido,
vuelve y se queda estable -no aparente:
tangible allí, sin límites, perpetuo.
Luego, recuperado -interno-, acepta
-no hay distancia en su carne- lo ocurrido.
Sin ocio en sus extremos, el paisaje
-externo en lo admirado-, precipita,
dentro del que lo vio, lo que admiraba.
Incontenible -en conjunción- el celo,






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